Amanece, me bajo de la kombi, sonrío y conozco mi corazón. Necesita escribir, observar y contemplar este lugar. Los latidos se aceleran hasta apoyar el bolígrafo en el papel. Tengo una emoción que no puedo dejar escapar. Estamos en nuestra América, en el Desierto de Atacama, con sus cientos de kilómetros despoblados y desérticos… Y se siente…
Que no les agarre la noche en el desierto! Era lo único que nos pedían. Y nos agarró. Haciendo la Ruta del Desierto Costera, pasamos por Paposo, una ciudad fantasma construida por y para la minería e intuíamos que no era un buen lugar para pernoctar, y su gente nos lo confirmaba. Siendo las cinco y media de la tarde teníamos sólo media hora de luz. El tema era para dónde arrancábamos. El pueblo más cercano se encontraba a 100 kms., comprendía 50 kms. de subida, y saben ustedes mis queridos lectores que nuestra velocidad camello nos impide ir a más de 70 kms. con viento a favor y todos los astros empujando nuestra kombi. Pero decidimos arriesgarnos y ver si conseguíamos un lugar en el camino.
La noche se tornaba cada vez más helada, pero la temperatura del corazón de Blanquita iba en aumento a medida que subíamos. Del nivel del mar a 2.200 mts. Sin luces altas se hacía imposible visualizar un lugar de tierra firme. Las banquinas no mostraban signos de huellas de algún neumático. Tal vez el viento ya las había borrado. O tal vez el destino nos decía que no debíamos parar ahí. Recordando las palabras de los lugareños ” si vas abastecido la puedes pasar bien, de lo contrario muy mal” y ya con un poco de estrés, nos alejamos de la carretera principal y divisamos un área plana en la cual podríamos pasar la noche. Pero los ojos de Blanquita poco mostraban, así que linternas en mano nos aseguramos que era tierra firme y no dunas de arena.


En el medio del desierto, media luna alumbraba la noche y poco a poco comenzaron a destellar las estrellas. Sin contaminación lumínica ni sonora. De más está decirles que noche tranquila como ninguna. Sopa de papa, zanahoria y brócoli. El frío se hacía sentir, pero no me impidió salir de la kombi y absorber este momento que sabía a paraíso terrenal. Tomando una fresca bocanada de aire y alertando a todos mis sentidos, fui dejando caer mi peso y me sentí en un sueño. Me dejé llevar por ese inmenso mar de estrellas.
Nebulosas y cúmulos de estrellas, júpiter y saturno me avisaba de la llegada del invierno, estrellas azules y rojas, estrellas fugaces y manchas oscuras en el fondo claro de la vía láctea, la cruz del sur, el diamante y la cruz falsa que habrán desorientado a más de un viajero sin brújula, constelaciones con luz propia… Todo se mostraba delante de mis ojos. Volvería a sentir esta experiencia cercana al limbo de la cual mucho se habla y poco se sabe? Sólo quería quedarme ahí.
Pero el eco de un ladrido lejano llamó mi atención, rompió ese mutismo y me trajo a la realidad. De dónde vendría ese extraño sonido en el medio de la nada? Tantas historias paranormales nos habían contado de este desierto que sabe a saqueos y sufrimientos, que de un salto subí a la kombi. Sin conciliar el sueño fácilmente comencé a cantar aquellas canciones de la infancia que espantaban los fantasmas de la noche.


Un sol picante y fuerte nos despertó. Así como las noches son heladas, los días son calientes y secos a tal punto de tener que descalzarnos. El viento despeina a cualquiera y resquebraja la piel, y no hay crema que valga. Y emprendimos la segunda etapa de la Ruta del Desierto.
Pasábamos de enormes dunas de arenas a suelos salpicados de piedras como si una lluvia de meteoritos hubiese azotado el desierto y de sol radiante a neblina que imposibilita toda visibilidad, así como de suelos áridos a suelos igualmente áridos pero llenos de cactus que doblan el tamaño de un ser humano y de carreteras de ripio desoladas a carreteras donde una cinta asfáltica interrumpe todo contacto in natura. De ondulaciones que el viento surca tras su paso a mantas de dunas perfectas. 1 cascarudo, 1 lagartija y 3 pájaros fueron toda vida que conseguimos ver en cientos de kilómetros.
Y así vamos acercándonos a la “civilización”, a San Pedro de Atacama. En el enorme parabrisas, como pintado a mano se contornea un cuadro de mil colores: azules, blancos, ocres, rojos, amarillos, verdes. Todo adquiere diferentes siluetas y no parece tener fin. Profundidades inmensas. En el horizonte, la cordillera nevada se funde con el cielo azul atacameño. Inmortalizamos este momento en nuestras mentes. Nada detectaría estos colores, estos brillos, estas esculturas naturales talladas por el viento en el tiempo. Con una rapidez asombrosa el cielo jugaba con sus colores. Al bajar la mirada, enormes dunas salpicadas con el color blanco de la sal (la cordillera de la sal) daban la sensación de estar en la superficie lunar. Crestas filosas, montículos y hondonadas, cavernas y cordilleras. Todo se conjuga para crear el rincón más inhóspito pero más increíble que he visto en mi vida…

